jueves, enero 3

EDV - Testigos Mudos

Frío. Cada vez hacía más frío. El aire que allí corría era helador, congelaba hasta las mismísimas entrañas perforando los huesos y llegando hasta lo más profundo del cuerpo penetrando como miles de pequeñas agujas de escarcha.

Cansancio. Sentía como su cuerpo pesaba. Su respiración era acelerada y esto le producía una incómoda sensación de frío helador que inundaba sus fosas nasales y torturaba su garganta. Caminar a paso ligero al atardecer en pleno mes de enero, y ascender hasta aquel lugar había sido agotador y le costaría un terrible catarro.

Una fuerte ráfaga de viento gélido azotó su cuerpo y John se encogió protegiéndose dentro de su abrigo negro, metió la barbilla bajo su bufanda gris y se apostó contra una de las paredes de aquellas ruinas a esperar que cesase aquel acto de rebeldía de la naturaleza.

Aquellas ruinas eran muy importantes para él. Éste era el lugar donde él pasaba aquellas maravillosas horas junto a su amor, y sólo aquellas ruinas eran testigos mudos de sus pasiones.

Pertenecían a una antigua catedral gótica de la cual sólo se conservaban algunas estructuras que la definían, y parte de la fachada delantera que miraba a un acantilado que se imponía ante el embravecido mar. Se podía ver, además, el enorme hueco decorado antaño con un lujoso rosetón donde tantísimas veces se asomaron a contemplar los atardeceres abrazados mutuamente.

Pero un golpe fatal del destino golpeó cruelmente a los enamorados. John perdió una parte de su alma y de su vida al morir aquella persona con la que soñaba compartir su vida en un futuro. Ahora, él vagaría por la tierra apesadumbrado, triste, dolido y con una herida en lo más profundo de su ser que nunca cicatrizaría.

Nuca más había vuelto a subir a aquellas ruinas desde aquel suceso trágico, pero aquella tarde, movido por alguna extraña causa, había dirigido sus pasos hacia aquel lugar que le traían tantos recuerdos en su momento dulces y que ahora adquirían un sabor amargo.

El viento se calmó y John comenzó a caminar entre las ruinas recordando los momentos inolvidables que habían pasado juntos. La multitud de momentos en los que aquellos muros ruinosos volvían a la vida impregnados de pasión.

John subió hasta donde antaño se ubicaba el rosetón y miró al horizonte. Unas lágrimas se deslizaban temerosas por sus mejillas. Dirigió su mirada hacia abajo y pudo contemplar la gran altura del acantilado en el cual las olas descargaban su ira con fuerza.

Su mente no paraba de evocarle momentos del pasado en compañía de aquella persona tan querida. Juntos habían explorado cada rincón de aquellas ruinas que transmitían ahora sentimientos de soledad y vacío.

La tarde moría en el horizonte. John traspasó el antiguo rosetón y al instante se encontró al borde del abismo. Pensaba en él, en aquel hombre con el que compartió tantos momentos de su vida y se fundieron en torrentes de pasión.

John susurró un nombre. Andrew. Y aquellas ruinas vieron como aquel ser destrozado por el amor frustrado era tragado por las aguas, perdiéndose para siempre.

Ahora están los dos, disfrutando del tiempo perdido, merodeando entre aquellas ruinas y disfrutando de su amor.

Magister