viernes, diciembre 19

Hostilius Colatino

Han pasado ya algunos años desde las conjuras que acabaron con la vida de Julio César en las escaleras del senado en Roma. Ahora todo está en manos del sobrino del difunto tirano, Octabio Augusto, el cual ha sabido elegir con cautela el nombre para su figura de mandato. Se ha hecho llamar Emperador...

Contemplando la magnífica estatua de mármol de Octabio Augusto, en la plaza central de Roma, se encontraba Hostilius Colatino, máximo pontífice del culto al dios Júpiter, divinidad encargada de la justicia y el orden social. Corrían tiempos difíciles para Roma y para su emperador, pues Marco Antonio luchaba por hacerse con el control del imperio, intentando por todos los medios derrotar al sobrino heredero del magno legado territorial de su tío. Todo esto había suscitado luchas internas entre los partidarios de uno y de otro, desangrando el imperio en cruentas luchas civiles.

Ese era el deber y la tarea de Hostilius Colatino. Había estado semanas redactando un tratado por encargo del emperador, al cual el pontífice era leal. Ese trabajo lo había adoptado como un reto más en su extensa carrera como sacerdote y orador. Desde muy joven había estado dedicándose a la oratoria, y ya en una edad más tardía decidió ingresar como adepto al culto de Júpiter, en el cual llegaría a ser pontífice, sin abandonar la práctica de la oratoria. Y así pasarían los años, marchitándose su esencia con cada nuevo otoño que pasaba, contemplando en algunas ocasiones la inestabilidad de Roma y viendo como se recuperaba nuevamente. Aún recuerda los momentos tan tensos que tuvo que vivir cuando César cruzó el Rubicón al frente de sus tropas, pero ese sentimiento se veía aplacado por la gloria y libertad que experimentó al verlo como tirano de la nueva Roma, la Roma de las conquistas, la expansión y el honor.

Una suave brisa acarició el vetusto rostro del pontífice. Algunas hojas secas se desplazaron por el empedrado suelo. Hostilius miró hacia el Sol. Se le hacía tarde para presentar sus nuevos proyectos en el senado. Sin perder un instante más, suspiró profundamente y se dispuso a andar el último tramo por la amplia avenida que le separaba del senado.
Había cruzado aquella avenida innumerables veces desde que a los sesenta años accedió como colaborador en el senado, y nunca la había visto tan solitaria y mustia como hoy. El gris plomizo de las calles le recordaba a aquellos idus de marzo en los que Julio Cesar era asesinado. Aun así, los oráculos le habían sido favorables, y hoy sería un gran día para el futuro de Roma. No obstante, una extraña sensación recorría el malogrado cuerpo del anciano. No era la primera vez que sentía esa sensación, pues ya le venía atormentando desde hacía unos días.

Sumido en tales cavilaciones, Hostilius alcanzó a ver el edificio del senado. Ese edificio de mármol impoluto que reavivaba el sentimiento romano con sus banderolas y estandartes del imperio. Aceleró el paso. De repente siente una presencia tras de sí. Al girar la vista atrás se topó con la figura de su mejor amigo. Comodo se acercó a Hostilius presuroso para entrar ambos al senado. Tras saludarse e intercambiar algunas palabras, aquél le asaltó con una pregunta: -Dime Hostilius, ¿qué tiene más valor para ti, una moneda de oro dada por el emperador u otra moneda dada por Marco Antonio?-. Hostilius respondió casi al instante. -Una moneda de oro es una moneda de oro. Tiene el mismo valor independientemente de quién te la de, pero si hablamos del valor sentimental, ya no es lo mismo-. Tras una breve pausa, Hostilius miró a los ojos a Comodo. Después de un breve lapso de tiempo el anciano pontífice continuó hablando.- Te conozco hace muchos años, y por tu pregunta te puedo responder que ahora mismo, si el emperador nos diera un salario extra, tu lo aceptarías de buen grado ante él, pero luego lo fundirías por el desprecio que le procesas.- El rostro de Comodo se tornó en sorpresa. Poco a poco fue alejandose de su amigo y murmuraba unas palabras.- Ahora... ahora entro en el senado. Voy a revisar mis propuestas antes de entrar-. Hostilius asintió con un ademán de su cabeza y comenzó a subir las escaleras del senado.

Después de algunos años, las manchas oscuras de la sangre de César aún seguían recordando aquél funesto día, plasmadas en el mármol blanco de aquellas escalinatas. Ver aquello volvió a despertar en él aquella extraña sensación. Agarró fuertemente el cartapacio donde guardaba sus tratados y proposiciones y se dispuso a cruzar el umbral para entrar en la gran sala de los senes.
De repente, una figura que no pudo reconocer se le interpuso. Un único movimiento y el frío acero de una espada corta invadió su frágil cuerpo. Sintió cómo la fría hoja salía rápidamente de su interior para volverse a introducir en él tres veces más... Poco a poco la visión de Hostilius se iba desvaneciendo. Sentía como su vida se le escapaba. Recordó fugazmente la muerte de César, en aquellos mismos escalones. Un instante después, la figura se marchó silenciosamente del lugar. Hostilius intentó buscar con la mirada a Comodo, pero no lo logró, dejando su vida a las puertas del senado.

Al tiempo, el mismo Comodo era el que avisaba a la guardia de que Hostilius Colatino había muerto por asesinato. Los soldados recogieron el cuerpo, a la vez que de entre las frías manos del difunto caía su cartapacio y unas monedas de oro. Comodo lo recogió, y antes de destruir los documentos los abrió para leerlos. Lo que Comodo pudo leer allí fue lo siguiente:

“Querido amigo Comodo, si te encuentras leyendo esto es que ya me habrás matado. No habrán sido tus manos las que me hayan dado muerte, pues nunca fuiste lo suficientemente valiente como para matar a alguien, pero tus contactos e influencias te permiten acabar con la vida de quien tú desees.
Sé que tu sentimientos hacia Octabio manifiestan ira y odio, ya que nunca lo quisiste como gobernador de roma. Por ello eres leal a Marco Antonio y actúas de espía para él. Si tienes valor, recoge las monedas de oro, que seguramente será un precio más alto del que te han pagado los esbirros de Marco Antonio por acabar con la vida de tu amigo.
No te molestes en buscar los tratados, pues no realicé tal trabajo. No os aprovecharéis de mi trabajo como los buitres de la carroña. Has matado a un simple viejo indefenso que solo pretendía levantar una vez más a Roma. Ahora solo queda que os consumáis en la crisis social que os inunda. Yo tenía la clave, y ahora me has eliminado. Adiós, amigo. Hasta pronto, Comodo.”

El papel cayó de las manos del asesino. Un sudor frío recorrió su pálida frente. Rápidamente recogió todo y se fue a su villa en los campos de los alrededores. Una vez en su casa, arrojó los documentos al fuego junto con las monedas, que poco a poco se fueron consumiendo.

A la madrugada siguiente, de las robustas vigas de madera del interior de su villa, Comodo aparecía ahorcado.


Magister

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